Alejandro Lodi
(Abril 2013)
Apropiar no es contener, sino retener. Antes que ricos, apoderarnos nos convierte en tensos captores. Apropiarse es no dejar ser, porque necesito que la realidad sea aquello que confirma mi imagen (y sus supremos ideales, orgullosas aspiraciones y épicas metas). Necesidad es condicionamiento. Libertad de percepción es inversamente proporcional a necesidad de confirmación narcisista.
Apropiarse es perder el contacto directo con la realidad y habitar prejuicios. Apropiarse es cerrar la percepción. Es ya saber qué debe ser percibido. Es pérdida de espontaneidad. Si necesito habitar una realidad que me ratifique, la percepción pierde frescura y gana automatismo. No percibo, sino que prejuzgo. No descubro, sino que confirmo. Para que la imagen personal que tengo de mí mismo no sea amenazada, necesito que el mundo “allá afuera” se ajuste a ella. El yo necesita controlar la información del mundo.
Apropiarse es una actitud existencial que vive en la perpetua excitación de la repetición. Es vincularse con la realidad y con los demás en la nerviosa tensión por confirmarse a sí mismo. Nuestros prejuicios sobre la realidad hielan la percepción. Nuestros prejuicios sobre la realidad queman de frío la sensibilidad. Nuestros prejuicios sobre la realidad nos condenan a un mundo cristalizado en certezas astilladas, seco de sentido trascendente, desolado de sorpresas. Nada libera más y expande tanto el mundo como la disolución de un prejuicio.
Apropiar es “traer para sí”, para que no pueda ser “de nadie más que de mí”. Apropiarse entorpece el flujo de creatividad con el objetivo de reproducir lo que la imagen de mí mismo necesita para permanecer igual. Apropiarse es una interferencia que congestiona la corriente del universo que propende a lo justo, revela lo verdadero y despliega lo bello.
Apropiarse es condicionar la fuerza de la vida, oponerle a sus propósitos nuestras intenciones.
Apropiarse es la evidencia del miedo en el que se constituye esa sensación de identidad separada que reconocemos como “yo”. El yo no comparte porque teme. El yo no deja libre porque necesita eternizarse. Es egoísta porque sufre miedo. El yo es pobre de amor y por eso anhela ser poderoso. Su anhelo de poder y control se corresponde con su pobreza amorosa constitutiva.
Apropiarse disminuye la posibilidad de circulación. Es confiar sólo en lo que puede ser controlado. Es no dejar libre. Es perder oportunidades creativas para ganar seguridades narcisistas.
Apoderarse restringe amor. Apropiarse es retirar amor de los vínculos, tornar opaco al otro.
El apoderamiento y la apropiación es Leo intentando prevalecer en Escorpio. Es el esfuerzo por conquistar la hegemonía del poder que mantiene hechizado al ego. Es el encanto por la supremacía absoluta que captura a la conciencia cuando permanece replegada en la sensación de ser un individuo separado y, por lo tanto, en conflicto permanente con otros individuos y con la corriente general de la vida.
La voluntad apropiadora es la demostración de la incapacidad constitutiva de ese yo individual conformado en Leo para aceptar la evidencia de que, en verdad, no resulta el centro protagónico del proceso de la vida. Esa identidad personal, ese centro leonino que fue necesario generar en determinado momento del desarrollo de la conciencia para poder diferenciarse de los condicionamientos más regresivos, se presenta ahora, en Escorpio, como obstáculo. El yo, que fuera una estimulante conquista para la realización de la conciencia, se convierte ahora en nuevo condicionamiento. El logro leonino se revela pesadilla escorpiana.
Antes que controlar el flujo de la vida para perpetuarse a sí mismo, Escorpio pide a Leo entregarse a su propia transformación. La fase escorpiana del viaje de la conciencia simboliza el momento en el que experimentamos una pérdida de identidad que será vivida como muerte psicológica. Escorpio representa un desafío de amor que implica una muerte. Escorpio exige abrirnos a una complejidad existencial. Y, para dar cuenta de ella, el yo es insuficiente e inadecuado. Ese amor y esa muerte es un portal a la evidencia de un orden transpersonal, espiritual, sagrado.
La dimensión del amor necesariamente implica reconocer que el proceso de la conciencia (en el que estamos involucrados como personas individuales) es de naturaleza vincular, no individual.
El proceso de la conciencia es vincular. La individualidad es una fase de ese proceso. El destino de la conciencia individual es descubrirse vincular. El destino del individuo es descubrirse relación.
El amor habilita sentirse partícipe de aquello que no controlo. El control necesariamente muere. El control es una ilusión. El destino del control es la circulación. El sentido de la muerte es la circulación. Todo lo que parece haberse detenido, todo lo que parece haberse asegurado reproducirse a sí mismo por siempre, en algún momento volverá a circular. Todo lo que logra fijarse en una forma, morirá. El destino de lo que se ha separado es volver a reunirse. La omnipotencia -el poder todo- es miedo a la muerte. Es miedo a la circulación. Es miedo al amor.
La identidad separada sólo confía en sí misma, necesita apropiarse, apoderarse, controlar. Su capacidad de amar esta condicionada por esa desconfianza, por ese miedo. Se siente a sí misma épica para justificarse en ese miedo, para justificar no entregarse (porque entregarse es someterse), para justificar no confiar (porque confiar es ser engañado), para justificar apropiarse (porque sino me lo quitará algún otro).
Sólo ama (confía, se abre) lo que la confirma. Sólo se ama a sí misma.
Sólo ama (confía, se abre) lo que la confirma. Sólo se ama a sí misma.
El yo cree que controlar es un triunfo y dejar circular es derrota.
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